¿A fuego lento o precocinado?
Javier Mosquera González, Madrid.
Son las tres de la tarde y todavía no hemos comido. El sol cae vertical sobre las calles blancas de este pueblo andaluz. No hay una sombra donde resguardarse y un gato nos mira preguntándose qué hace él despierto. El viento parece concedernos un respiro hasta que encontremos un lugar donde reponernos así que decidimos seguir vagando sin rumbo, perdidos en el inmenso laberinto encalado. Tras unos momentos de tensión, fruto de la inanición creciente, damos con un pequeño local lleno de máquinas de autoservicio, repletas de chocolatinas, refrescos, patatas fritas en bolsa y sándwiches que, según el etiquetado, son de jamón y queso. Un oasis, nuestra salvación. Decidimos comprar dos de éstos, y seguimos caminando, ahora sí con una sonrisa en nuestros rostros.
A medida que damos cuenta de semejante manjar insípido, frío, duro, contemplamos desde un mirador una masa de viviendas adosadas de reciente construcción. Todas iguales, ajenas a la trama urbana del casco antiguo en el que nos encontramos, ajenas a su color blanco característico, orientadas hacia no se sabe muy bien dónde. El aire parece que esquiva esa agrupación, transmitiendo una sensación de calor que llega hasta nosotros, y esta vez no es fruto del sol del mediodía. Parece que ya las hemos visto antes. Si no eran éstas, era de la misma familia.
Esa arquitectura anónima pero no invisible nos recuerda al sándwich que tenemos entre los dedos. Insípida, rápida, precocinada, sin ningún vínculo con el lugar en el que se construye. Podría estar aquí o en cualquier otro rincón del mundo. Alguien optimista podría hablar de arquitectura universal, pero desafortunadamente, no es el caso. Es otro sándwich precocinado más.
Ante semejante desazón, decidimos tirar a la papelera el resto de las viviendas adosadas que estábamos comiendo y nos adentrarnos apesadumbrados en la trama urbana del casco antiguo. Lo que acabamos de ver nos deja un sabor de boca amargo, de impotencia. Parece que de nuevo los arquitectos hemos creado otro monstruo que perdurará en el tiempo más que su propio autor. Necesitamos resarcirnos con un buen plato de comida, un homenaje a la profesión, algo cocinado con esmero. Es entonces cuando surgen de las ventanas entreabiertas de las casas, unos aromas que nos transportan a mundos lejanos, a tiempos pasados, a recuerdos imborrables que despiertan en nosotros imágenes tan claras como si las hubiésemos vivido ayer. Eso es lo que buscamos.
El olor a pimientos fritos, cuidadosamente colocados en la sartén, al lado de una olla en la que las burbujas del guiso que se está cocinando saltan sin cesar, tratando de alcanzar el plato que espera ansioso en la encimera y que se sabe afortunado, ya que dentro de poco alguien disfrutará con él de un manjar preparado con mimo. Un cariño de alguien que está haciendo algo para sus seres queridos, pero sobretodo, con precisión. Ante todo la cocina requiere de proporciones, de medidas, de cantidades. Y de tiempo, como la buena arquitectura.
Seguimos el rastro que esos olores van dejando por las callejuelas del pueblo y llegamos hasta una pequeña plaza con una fuente con agua corriente, rodeada por unas camelias rojas que parecen brillar en la sombra. Un perro tumbado junto a la fuente nos indica que en el banco cercano se puede descansar y la sombra que envuelve este rincón así nos lo confirma.
De una puerta de madera no muy alta casi cuadrada, con una reja de color negro que protege un hueco que se abre hacia el paraíso, llegan a nosotros estos perfumes. Al observar con mayor detenimiento la casa de la que quedamos prendidos, nos damos cuenta de que hay algo inusual en ella. Es Arquitectura, sí, con mayúsculas. Porque a pesar de ser anónima, hay en ella una cantidad de matices que la hacen única. Junto a la puerta antes mencionada se acomoda una ventana irregular profunda, sin vierteaguas ni chapas plegadas ni demás aparejos modernos. En ella, una estera enrollada y sujeta mediante un cordel a la reja deja pasar el aire fresco al interior. Signo éste de que hay un patio lleno de flores al que se abre la vivienda y donde muy probablemente estén esperando los comensales para dar cuenta del guiso delicioso que hasta allí nos ha llevado. La puerta entreabierta nos invita a entrar, y tras la experiencia vivida decidimos hacer caso a nuestro instinto. Al empujar los tablones, un gato se revuelve y corre al interior de la casa. Un delantal florido tras el que viene una señora bajita y risueña nos hace un gesto, nos miramos, la miramos a ella, y nos devuelve una sonrisa reconfortante. Al primer paso, le siguen unas baldosas cerámicas y unas paredes inmaculadas que nos conducen a un vergel propio de otro mundo. La mesa está dispuesta con los cubiertos justos pero la señora desaparece para rápidamente volver con dos cubiertos más. Instantes después, casi por arte de magia, aparece la cazuela humeante que se adueña de toda la estancia con su perfume. El mundo de geranios y azaleas que nos rodea, unido a la tenue luz que entra desde el cielo y la comida que tenemos delante de nuestros ojos, nos convierten en un instante en los seres más dichosos del planeta.
En una sobremesa inolvidable en la que la cocinera nos relata cómo ha preparado esa maravilla, llegamos a la conclusión de que es igual que la casa en la que nos encontramos, llena de matices, de soluciones apropiadas al lugar y de sabiduría. Cocinada y construida con paciencia. A fuego lento, arquitectura a fuego lento por favor.
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