Lo mío

Pau Llorca Abad, Londres

Hubo un tiempo en el que todo era de todos. Nos creíamos y sentíamos parte del universo y no concebíamos límites entre lo público y privado, fue la época que más adelante Engels denominaría Comunismo Primitivo. Una época donde la subsistencia de la humanidad estaba ligada a un sistema económico basado en la caza y recolección y donde la acumulación de cualquier objeto era inconcebible ya que el sentido de la vida era determinado por el trabajo, el esfuerzo y la colaboración.

Una sociedad ágrafa donde la imposibilidad de documentar, fijar y acumular el conocimiento hacía que éste estuviese atomizado y compartido por la comunidad, por el nosotros. No había necesidad para la diferencia.

Resultado de la aparición de la agricultura, la domesticación de animales y cereales y el sedentarismo aparecieron las primeras sociedades simbólicas. Las primeras ciudades brotaron y una nueva cosmovisión apareció y borró por completo la antigua manera de relacionarnos con el mundo. Con la urbanidad aparecieron los primeros códigos escritos y con ellos las primeras religiones organizadas. Pero la mayor transformación sufrida en este periodo fue el entendimiento profundo de nuestra finitud, el tiempo donde creímos nuestra continuidad eterna a través de la naturaleza se esfumó y por primera vez organizamos una sociedad basada en la muerte. Entendimos que aunque haya un Nosotros, Yo me muero pero Tú no y que todo aquello que me ayude a celebrar la diferenciación actuará como un apaciguador espiritual.

Aunque la aparición de la propiedad privada no se puede considerar la causa de esa radical transformación, su posterior papel sólo se puede entender al aceptar que lo mío me pone en contacto con lo más esencial del ser humano y nos recuerda que vamos a perecer.

No es de extrañar pues que en todos los momentos posteriores de transformación, en los momentos donde la cosmovisión ha colapsado y ha dejado de convencer, también nuestra manera de relacionarnos con la propiedad privada haya mudado.




Habitación de Arte y Curiosidades, Frans Francken el joven.

El mejor ejemplo para ilustrar la anterior tesis es el primer coleccionismo del siglo XVII.

En el siglo XVI “aparecieron” los nuevos continentes, nuevos mundos y con ellos la necesidad de poseerlos, no sólo a nivel político sino también a nivel cognitivo. Con el descubrimiento de los nuevos mundos se nos apareció la promesa de poder comprender el proceso que nos había llevado hasta donde estábamos. El mito del “origen” prometía ser resuelto y en un instante se desmoronó la antigua visión del mundo basada en mitos y supersticiones.

Los primeros coleccionistas empezaron a acumular objetos sin ningún tipo de orden con la esperanza puesta en que las nuevas ciencias los organizaran. En sus infinitos viajes compraron, recopilaron y expoliaron todo tipo de objetos. La nueva narración sobre el mundo se fue construyendo con gran esfuerzo y en contra de las religiones. Por fin la humanidad había sido capaz de generar un discurso apaciguador y prometedor: la Historia. Un discurso donde la necesidad del otro permaneció intacta y donde colectivismos y gregarismos laicos impregnaron el nuevo orden … donde aún nos encontramos.




Cualquier concierto de ayer

Y si aceptamos el corolario anterior y analizamos la manera de tratar nuestras propiedades privadas en la actualidad, debemos suponer que nos encontramos en un momento de radicalidad y ruptura sin precedentes.

Nuestras casas se han convertido en pequeños museos donde acumulamos objetos y símbolos que recuerden nuestras experiencias las cuales utilizamos para que nos proporcionen significación. Nuestros cuerpos, nuestra primera posesión y la cual ahora tratamos como a los antiguos templos sagrados, se han convertidos en contenedores de marcas las cuales nos definen. Y nuestros dispositivos digitales y avatares sociales almacenan miles de imágenes y referencias con la promesa inconsciente de fijar nuestra existencia.

Pero la gran radicalidad del momento actual es que todos esos objetos los acumulamos individualmente, personalmente, con la voluntad de significar Yo. Los objetos nos diferencian del otro y es lo que pretendemos y perseguimos. Nuestra reflexión se centra exclusivamente en nosotros mismos y a duras penas encontramos una explicación convincente a nuestra persona. Lejos quedan todas las voluntades de encontrar narraciones comunes.

Al igual que los primeros coleccionistas del siglo XVII que acumulaban sin vislumbrar que posteriormente aparecería la Historia, hoy en día acumulamos imágenes y objetos sin saber lo que estamos logrando.

Aunque ningún discurso convincente está fraguando y todo da a entender que las cosas empeoran, la esperanza no hay que perderla. Hay que trabajar para que la verdad nos vuelva a alcanzar y por algún momento olvidemos nuestro vacío y volvamos a sentirnos Dioses.



Imágenes:
01: By Kunsthistorisches Museum Wien, Bilddatenbank, Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=5247649ç
02: Imagen vía: pixabay.com

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