HAKANAI

Paula Jaén, Madrid

Nosotros, las personas, somos una de las nueve millones de especies que habitan un medio en el que el Sol y la Tierra (energía y materia) constituyen los elementos fundamentales que establecen las reglas y los límites del sistema. Gracias a ellos la naturaleza nos brinda todo aquello que necesitamos para vivir y desde siempre nosotros, los hombres, hemos vivido en comunión con la naturaleza. Se trata de una cuestión de supervivencia. El animismo en el que ya creían nuestros antepasados cazadores-recolectores hace cientos de miles de años potenciaba precisamente ese vínculo: un alma, un 'anima'[1], existía en cada lugar, fenómeno, animal o planta, lo que permitía establecer una comunicación directa y una estrecha relación de colaboración y respeto entre los hombres y el resto de seres que formaban parte de la naturaleza.

La ruptura de esta relación vendría de la mano del hombre moderno. Los avances de la ciencia y la tecnología fueron empleados para afianzar nuestra independencia respecto de la madre Tierra y centrarnos en aquello que podíamos hacer mejor que ella. Había que controlar los fenómenos más desfavorables de la naturaleza. Ignorando la inteligencia y la experiencia acumulada por los sistemas naturales durante millones y millones de años, que habrían sido capaces de continuar proporcionándonos multitud de útiles y preciados conocimientos, el pensamiento humano transformó a la naturaleza en una fuerza salvaje, hostil e imprevisible, y comenzó a someterla. La naturaleza había sido creada para el beneficio del hombre y debía inclinarse ante sus necesidades, fueran las que fueran.

Sin embargo, en varios lugares del planeta esto no sucedió exactamente así, y la relación del ser humano con el medio natural evolucionó allí de diferente manera. Conscientes de la limitación de su tierra y de sus recursos, los habitantes de las islas de la costa este del continente asiático desarrollaron durante decenas de miles de años una cultura basada en una aproximación muy diferente a la del hombre occidental, recogiendo y continuando la comunión animista de sus antepasados con la naturaleza. Para ellos la vida tiene el mismo valor que la muerte. La muerte no es vista como definitiva sino como un fenómeno transitorio, una puerta de entrada a otra forma de existencia. El hombre es parte de la naturaleza, nunca superior a ella. La entidad espiritual de lo que nos rodea es lo que debe ser preservado, y no su apariencia física. En su adoración a los lugares naturales elegidos por los dioses kami en su descenso a la tierra, como árboles, rocas, o pequeñas cascadas, las construcciones pasan a ser en muchas ocasiones estructuras efímeras levantadas únicamente para ofrecer un cobijo temporal a las distintas deidades como signo de gratitud por su existencia. Las casas son sólo un refugio temporal que al derrumbarse debe poderse montar con la mayor facilidad. A diferencia de las imponentes construcciones de piedra que fueron levantadas a lo largo de los siglos en los distintos territorios que formaron parte de la cultura occidental europea, los templos, casas y demás construcciones de esta zona del pacífico no están hechos para perdurar.

Emulando las etapas de floración, decadencia y renacimiento de la naturaleza, integradas en un ciclo biológico en el que los desechos son alimento, todo aquello transformado y creado por el hombre en cualquier ámbito y a cualquier escala ha de ser reincorporado, según la cultura japonesa, de nuevo a un ciclo de vida. El acercamiento al entorno físico construido se basa en este proceso continuo de cambio y renovación de la existencia. Los recursos disponibles en su archipiélago, fundamentalmente madera, paja y bambú, trabajados por metódicos carpinteros aplicando la mejor de las técnicas de cada momento, favorecieron este acercamiento. Del trabajo de estos artesanos y maestros se obtenían piezas relativamente ligeras y fáciles de manejar que eran empleadas para el montaje de estructuras flexibles de postes y vigas de madera con delgadas paredes no portantes, móviles o fijas, en las que todas las piezas quedaban unidas mediante juntas de madera, sin utilizar ningún clavo, lo que posibilitaba su desmontaje y reconstrucción periódicas. Los edificios optaban así a una segunda vida.

Son muchos los ejemplos de esta práctica de desmantelamiento y reconstrucción del entorno construido japonés que ha tenido lugar a lo largo de la historia y que ha llegado hasta nuestros días. Comenzando por las antiguas capitales del imperio (Naniwa, Fujiwara, Heij?, Heian y Edo) que durante más de novecientos años (645-1590) se irían asentando sucesivamente en distintos lugares del territorio, y cuyos principales edificios serían desmontados y desplazados junto con la corte a la nueva capital, hasta el santuario más importante de culto shintoista en Japón, el Santuario de Ise, cuyos templos principales y menores han sido reconstruidos desde el siglo VII en sus parcelas adyacentes cada veinte años. La última de estas renovaciones (Ise Shikinen Sengu) tuvo lugar en el año 2013. También pagodas, mansiones, casas de té... a las que hay que añadir numerosas minka o casas tradicionales japonesas. A mediados del siglo pasado 26 Gassho-zukuri, un tipo especial de minka que se pueden encontrar en las zonas montañosas al Oeste de Tokio, fueron desmontadas por piezas en las aldeas de Zakura y Katsura en Gifu y trasladadas y
reensambladas de nuevo en Shirakawa-go. El proceso de desmontaje siguió un proceso inverso al de su levantamiento, descubriendo lentamente los distintos niveles de la construcción. Pilares, vigas, particiones, tableros de cubierta y suelos y otras escuadrías fueron entonces etiquetados, desensamblados y ordenados en el suelo, identificando y reparando las piezas dañadas con elementos del mismo tipo. Trasladadas y almacenadas, las distintas piezas de madera que en algún momento formaron parte de aquellas casas pasarían ser los componentes principales de la nueva construcción.



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Hakanai
significa fugaz, transitorio, momentáneo, vano, voluble, en japonés [3]. Se refiere precisamente a la impermanencia del hombre y de todo lo que le rodea, y a su existencia más allá del nivel material de la vida. Es uno de los conceptos fundamentales que forman parte de la base de la cultura japonesa. En nuestro contexto occidental se traduce habitualmente como 'efímero', pero es algo muy distinto. 'Efímero', del griego ???????? – ephemeros, se refiere a la duración o al tiempo que transcurre entre el comienzo y el fin de un determinado proceso [4]. Significa literalmente 'que tiene la duración de un solo día' [5], muy lejos de aquello que
pudiera ser hakanai en japonés.



Referencias:
[1]. 'Alma': del latin 'anima'. Diccionario de la lengua española.
www.rae.es.http://dle.rae.es/?id=1vVaUXY|1vWbh0u
[2]. Maestro carpintero ensamblando la cubierta del Fudo-do del Templo
Kongobu (1197 d.C.) en Koyasan, Japón, después de haber sido desmontado
en 1997. ENDERS, Sigfried; GUTSCHOW, Niels. Hozon. Architectural and
Urban Conservation in Japan. Stuttgart/London: Axel Menges, 1998.
[3]. Japanese Dictionary. https://www.japandict.com/%E5%84%9A%E3%81%84.
[4]. Diccionario de la lengua española. www.rae.es. http://dle.rae.es/?
id=EHLsxh9.
[5]. Diccionario de la lengua española. www.rae.es. http://dle.rae.es/?
id=EPdqWY9.

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