Lo de ayer, hoy
Héctor Quintela, Madrid.
Árboles creciendo en la alameda, a principios del siglo pasado, que encontramos ahora ya crecidos.
Concedamos al publicista el beneficio de la duda, aceptemos que la manera en que ha compuesto y redactado el anuncio es la que llamará la atención del mayor número de posibles clientes. Yo no podría describir el ánimo sombrío que dejó en mí la vista del anuncio, expuesto en una de las marquesinas de los andenes del metro. Se anunciaba la puesta a punto de una nueva urbanización, antigua promesa ahora cumplida después de haber avanzado pausada largo tiempo, en las afuera de Madrid. De entre las múltiples bondades explicitadas punto por punto en el cartel, se llamaba en uno de éstos la atención de manera fascinante sobre los espacios verdes, no podría decir jardines, afirmándose que en la urbanización ofrecida había "100.000 árboles ya crecidos". Nótese simplemente lo siniestro y monstruoso en lo que abunda tal sintagma.
Resulta cómodo llegar a la conclusión, tan dolorosa como eficaz, de que la pobreza y la resignación, tras la que se agazapa de vez en cuando pícara la pereza, son el ámbar donde mejor se conserva el patrimonio arquitectónico de un pueblo. En la conservación del patrimonio la buena voluntad no cuenta, Dios la vea. Quiero hablar de un caso concreto de pueblo, nada pobre, donde hay un grave problema con los árboles que se traduce en nerviosismo ante el indeciso conjunto urbano.
Decisiones penosas se toman todos los días y una de ellas ha sido plantar plataneras de sombra donde ha habido olmos blancos, llamados así por tener blanco o plateado el reverso de la hoja -sigue habiendo, se han sustituido algunos solamente-. Se sustituyen los altos olmos derribados por plataneras ya crecidas; es de suponer que olmos ya crecidos es más complicado plantar, y parece que plantar olmos para que vayan creciendo, como se ha hecho siempre, no es una opción que nadie se haya parado a considerar. Quizá por rancio pudor a que le pillen a uno a medio desarrollar. Acaso la razón de este cambio sea que los amigos prefieren las plataneras, como dicen las malas lenguas. No lo sé. Esta alameda es vía de paso para peatones que sirve para articular y unir el centro del pueblo con la parte septentrional del casco histórico y monumental, que se visita paseando. Supone un agradable paseo diario para gran parte del pueblo todo el año.
Tratar de explicarle a un responsable que una sombra es mejor que otra es una cosa tan bizantina como tratar de explicarle las bondades de la sombra a la sombra misma.Uno piensa que ha de haber razones poderosas por las que no dejar las cosas como se han encontrado, sobre todo en cambios tan ridículos; más, ha de haber razones poderosas para no laborar porque las cosas sigan como se han encontrado, habiéndolas encontrado bien. Uno se pregunta si todo el mundo cree que todo lo puede mejorar, no bajo el influjo del todo lo sabemos entre todos de Francisco Giner de los Ríos precisamente. Uno se pregunta cómo alguien que se encuentra algo de un modo preciso no se para a pensar, cuando le entra la egolatría, el porqué de que se encuentre así, es decir, por qué nadie lo ha cambiado antes, cuando lo probable es que le hayan entrado ganas a otros al igual que a uno, y por qué aquellos hombres decidieron poner las cosas de esa manera y no de otra. Es ocioso preguntarse nada. La noble alameda, paseo antes llamado de Cervantes, siendo ahora simplemente paseo de la Calzada -mejor no ahondar en este cambio de nombre-, es obvio que dejará de ser alameda, para pasar a no ser nada, calzada, pues me imagino que platanera no será.
El problema no es de orden estético solamente sino ético, pues afecta, entre otros asuntos de tertulia, a la (mal) llamada identidad del pueblo, suma de memoria y coherencia. Probablemente sea síntoma de la extendida degradación que supone la adoración vil de la pequeñez. Destrozar alegremente sin reflexionar lo más mínimo un paseo tan relevante para el pueblo y tan característico del mismo es herirlo de muerte, por dar torpemente por supuesto que da lo mismo una cosa que otra mientras haya sombra. Parece haber un empeño malsano en convertir la provincia en algo provinciano, supongo que por amansarla y poder militar tranquilamente en ella, como en un club social verbenero, para con la baba del proselitismo vender luego encantos en folletos y congresos, todo barato. Y habrá que venderlos porque se habrá convertido todo en nada, en algo sin valor alguno, o habrá que esperar a que algún personaje hipersensible decida jubilarse en el pueblo, convertido en un parque temático epítome de lo anodino y lo anémico. Supongo que gusta, no tiene sentido batallar, anudar unos árboles a otros por las serviles ramas medio desnudas, formando conjuntos alrededor de una plaza, como se ve en tantas y tantas a lo ancho del país, y maravillarse ante el espectáculo, que recuerda a aquellas bailarinas que puso Matisse a bailar lamentablemente en corro.
"Soy Jano bifronte, con un rostro río y con otro lloro", escribió un joven Søren Kierkegaard. Uno ha llegado a pensar que más que reír para no llorar uno llora por no reír ante tamaños despropósitos. Y esta cantinela se repite, la misma para tantas otras cosas.
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