Estaciones de Austerlitz

Juan Antonio Espinosa Martín, Málaga.



Austerlitz fue la última obra que escribió W. G. Sebald. Su protagonista, Jacques Austerlitz es un ser errante que analiza la ciudad y la arquitectura. Interesado de manera particular en las estaciones de ferrocarril, en ellas pasa muchas horas de su vida –en parte por razones de estudio en parte por otras razones no del todo comprensibles para él-. En el interior de estas construcciones, toma fotografías y apuntes y confiesa sentirse las más de las veces angustiado: “no podía quitarse de la cabeza el tormento de las despedidas y el miedo al extranjero, aunque esas ideas no formaran parte de la historia de la arquitectura”. (1)

El primer edificio que aparece en la novela es la Centraal Station de Amberes. Es ahí donde llega el narrador (quien siente un malestar desde el momento en que el tren se adentra “en la oscura nave”, sentimiento que no le abandona durante aquella estancia en la ciudad) y donde conoce a Austerlitz. A ambos les admira aquella construcción que excede de lo puramente funcional. Según Austerlitz, el lenguaje con el que se concibe reúne pasado y futuro y, aunque resulta de un eclecticismo ridículo, cumple cabalmente la intención del arquitecto que la proyectó: la sensación de que al entrar en la sala se ingresaba en “una catedral consagrada al comercio y al tráfico mundiales”.

Después del encuentro de Amberes se suceden otros de naturaleza similar, otras arquitecturas ferroviarias son citadas y transitadas. Aparecen las de ciudades como Londres, Praga o París. De esta última, cuenta Austerlitz cómo en su época de estudiante había visitado casi diariamente las más importantes “sobre todo en las horas de la mañana y de la noche”. La Gare du Nord, la Gard de l’Est o, la que le parecía más misteriosas de todas: la Gare d’Austerlitz. De ella había estudiado su historia y su trazado y le fascinaba la forma en que los trenes eran, en cierto modo, “tragados por la fachada”.

En su interés por este tipo de construcciones hay algo paradójico; pues en todas, de modo indefectible y contradictorio, el protagonista afirma sentir alegría y tristeza: “No pocas veces se había sentido en las estaciones de París, que, como él decía, consideraba lugares de felicidad y desgracia, en medio de las más peligrosas y para él totalmente incomprensibles corrientes de sentimiento”.

En la literatura de Sebald pueden encontrarse circunstancias diversas que afectan a lo arquitectónico (memoria, guerra, enfermedad, vacío) y que inducen a los personajes a cambiar de lugar, a evocar recuerdos o experimentar sensaciones a menudo propiciados por la arquitectura que se ven obligados a transitar. En la estación de Liverpool Street, uno de los lugares más oscuros y siniestros de la ciudad de Londres según Austerlitz, éste siente una especie de dolor de corazón que sospechaba se debía a la “vorágine del tiempo pasado”. El protagonista se pregunta si en aquella estación -donde en otro tiempo se alzaba un hospital para perturbados e indigentes- los sufrimientos y dolores allí acumulados durante siglos habían desaparecido totalmente o, por el contrario: “todavía hoy, como creía sentir a veces en un frío soplo de aire en la frente, no nos cruzábamos con ellos en nuestros recorridos por las naves y en las escaleras”.

El misterio de por qué Austerlitz siente la necesidad de volver una y otra vez a ella -la “manía por las estaciones” que él mismo afirma tener- obedece con seguridad a que es el tipo de arquitectura, en concreto la de la Ladies Waiting Room de aquella estación, el primer lugar de Inglaterra en el que enmarca sus recuerdos. Es allí, a donde un día llegó un niño que había escapado del destino de muerte en un campo de concentración cercano a Baviera: “la sala de espera, en cuyo centro estaba yo como deslumbrado, contenía todas las horas de mi pasado, todos mis temores y deseos reprimidos y extinguidos alguna vez, como si el dibujo de rombos negros y blancos de las losas de piedra que tenía a mis pies fuera el tablero para la partida final de mi vida”.



Cuenta Austerlitz como el ferrocarril impuso la armonización del tiempo hacia mediados del siglo XIX, y sólo desde entonces reinó el tiempo en el mundo. Y cómo la relación del espacio y el tiempo que se experimenta al viajar tiene algo de ilusoria “por lo que cada vez que volvemos del extranjero, nunca estamos seguros de si hemos estado fuera realmente”.

El exilio a veces forzoso a veces voluntario es tema predilecto en la tradición de la literatura centroeuropea. El viaje, que puede suponer una forma de conocimiento o una forma de terapia, será un tema central en otras novelas de Sebald, como Los anillos de Saturno, Vértigo o Los emigrados. En esta última, hay también reflexiones y sentimientos afines a los de Austerlitz: al maestro de escuela Paul Bereyter, uno de los protagonistas, le obsesionaban “los horarios, los itinerarios y la logística de todo el sistema ferroviario”. El ferrocarril tenía para él un significado profundo y en él puso fin a su vida un 30 de diciembre.

Las estaciones de ferrocarril son umbrales, puntos de partida o destino que tienen la capacidad de generar sentimientos contradictorios, ambivalentes. Pueden provocar nostalgia por lo que se deja atrás o ser espacios que inauguran lo nuevo, lo no acontecido. O como el caso de Austerlitz, el lugar donde debatirse entre la ausencia de un origen y su presente, un paisaje al que le cuesta pertenecer.

Las imágenes en blanco y negro de Sebald, sugieren que en verdad esos lugares no son tan pasajeros y están cargados de memoria. Las estaciones pueden parecer arquitecturas impersonales, capaces de albergar la historia de cada viajero sin nunca contaminarse de sus vivencias. Son universales porque tienden a parecerse; pero también son señales, referencias al viajero en medio de un viaje interminable por la geografía incierta de sus recuerdos, sus miedos, sus traumas. La arquitectura aparece para señalar que fue allí donde comenzó su andadura, donde empezó a olvidar y recordar su infancia. A ser libre y esclavo al mismo tiempo, entre gente que está de paso.



Referencias:


(1) Austerlitz se publicó por primera vez en 2001. La edición que se ha usado y que se reproduce en este texto (tanto las citas como las imágenes) pertenece a una publicación de 2009 editada por Anagrama y traducida del alemán por Miguel Sáenz.

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