Pity the sorrow
héctor Quintela, Madrid
Contaba Francisco Umbral de cuando conoció a Enviditas, cuando vivía él en el arroyo Abroñigal, cerquita de Las Ventas. Enviditas era una niña subnormal, con los ojos cada uno en una punta de la cara, como un fauno. Contaba cómo llevaba a la niña a pesarse a una farmacia en la calle Alcalá, si mal no recuerdo, por una peseta. Allí, al meter la peseta Umbral y marcar peso la báscula, cobraba Enviditas conciencia de sí misma, de su existencia, y se ponía con ello muy contenta. Le sacaba un peso de encima, el ir a visitar de vez en cuando la báscula, el sentirse existiendo. Enviditas supongo que era una especie de existencialista del revés, que su agonía existencial -si es justo decirlo así-, aunque inconsciente, se resolvía sin haberse cuestionado mediante la sensación de su peso venciendo el ángulo muerto de la aguja de la báscula. Es decir, su agonía existencial sólo existía como contrapartida al cuando ese movimiento de aguja indicaba que, precisamente, ahí seguía, como 30 kilos de ternera, como un buen hostión en la máquina de las ferias de medir la fuerza, que es otra manera, más viril y poco más refinada e incluso más vulgar, por competitiva, de hacer lo mismo que le gustaba a Enviditas, el asegurarse de estar siendo.
Yo debo ser también medio subnormal o entero, porque la incesante sensación de superficialidad en absolutamente todo me llena de desasosiego, por mucho que me repita Umbral, por boca de Gide, que la piel es la profundidad bastante y que quizá no haya más luego que tripas. El problema es cuando la piel no está tan siquiera, y sólo hay tripas o no hay absolutamente nada. Ya no es la cosa el que dejemos ruinas o no, entendiendo ruinas como nuestra parte correspondiente del palimpsesto, sino que vivamos como parásitos en las ruinas del resto, echando el tenderete encima, por, supongo, complejo disfrazado de otras cosas, que me parece a mí, aunque quizás esté sojuzgando con esto que digo, de que nos basta a nosotros una bañera para ahogarnos donde otros necesitaron un océano.
Leo en la Estética de lo peor de José Luis Pardo que nuestra generación será la primera en no dejar ruinas. Creo yo que yerra. Su generación está claro que ha dejado ruinas, por más que, supongo, sería quizás mejor que no las hubiese dejado. Demasiada duda, creo yo. “Así somos nosotros, nunca del todo reciclables, nunca del todo reconvertibles. De ahí el inmenso e injusto dolor al que se somete a los hombres al obligarles a una reconversión permanente y acelerada, y al condenar a quienes no la soportan al estigma del inadaptado o el obsoleto.” ¿Hacemos una arquitectura más flexible que nosotros mismos? ¿Con menos discurso que nosotros mismos disfrazado de un gran discurso mayor que el nuestro que está vacío por tanto removerlo? Como un vaso de coca-cola removido por una cucharilla, que le ha matado el gas. Ay, que diría Umbral.
Digo que a las ruinas de la generación del filósofo son un poco a las que se le viene ahora a hacer la crónica, igual que en su día se venía a hacer la crónica de las gitanas y los camellos o de los cementerios nocturnos y los flagelados. Habla de ruinas Rafael Argullol:
“Ruinas modernas. Una topografía del lucro (editorial Ambit). Creo que ni siquiera Las cárceles imaginarias de Giovanni Battista Piranesi contienen tantas fantasías.
Su autora es la arquitecta alemana Julia Schulz-Dornburg, y el tema no puede ser más idóneo en nuestros días: la exhibición de las ruinas en que se han convertido decenas de proyectos urbanísticos en los años de la rapacidad, la megalomanía y la estudipez.”
Preocupadísimos siempre por la relación entre el interior y el exterior, la porosidad, la membrana ínfima que separa, que no separa, etcétera. ¿Y la relación nuestra? La relación nuestra con la ruina cuál será; la relación del interior con el exterior de la ruina, el dentro y fuera que no se sabe bien del huevo blancuzco y como roto. Como roto visto desde dentro del huevo, ¿cómo será eso? España convertida en secarrales con forma de jardín inglés, que ha descuidado su gigante. La elegancia, ¿dónde? Pero, ¿quién pregunta por su ex novia cuando tiene en sus rodillas a su novia nueva? Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. —Y la encontré amarga.—Y la injurié. Aquí tenemos nosotros la marca de la viruela en la cara, que no se quita por mucha nocilla con la que se maquille uno -que, por cierto, no han sido sólo los promotores y los constructores los que han participado del paisajismo neurorromántico español-. Así que la nuestra, no nuestra marca que es ésta, sino la marca que habremos de dejar, será la de la huella del pie en la arena que, antes de acabar de plasmarla ya se nos ha ido borrando.
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