¡Fracasamos!

Pedro Hernández, Murcia.



¡BANG! ¡BANG! ¡BANG!

Es diciembre de 1976, en este momento Gordon Matta-Clark acaba de disparar con una escopeta de aire comprimido que le había prestado Dennis Oppenheim contra las ventanas de una sala del Institute for Architecture and Urban Studies (IAUS) que iba a acoger la exposición 'idea como modelo' donde el propio Gordon participaba junto a varios arquitectos que habían estudiado arquitectura en el mismo lugar que él se había graduado unos años después.

Por entonces Matta Clark ya había destacado en el campo artístico por sus cortes o sus perforaciones sobre edificios generando un vaciado de la intersección entre estos y figuras geométricas que se imaginaba en el espacio, pero en Window Blow Out la cosa es diferente. El acto de agresión se realiza de manera directa. No hay dibujos previos que analicen posibles intervenciones ni imaginen cómo puede quedar el espacio. El gesto es más horrible y más sencillo, sólo apuntar y mover un dedo. ¡BANG! La herramienta es extremadamente agresiva y destructora. Los martillos y sierras de sus primeras obras, dan paso al rifle transformado de arma en otra herramienta más. Peter Eisenman, comisario de la muestra y director del IAUS, al enterarse de la crueldad a la que se había sometido a la inocente arquitectura, herida ante sus ojos, entra en cólera, ordenando la reparación inmediata de las ventanas y expulsando de la muestra a quien acaba de perpetrar esa vil y deleznable acción que sólo buscaba herir (¿de muerte?) a la arquitectura.

De un plumazo (o un disparo) Matta-Clark visualiza muchas cosas. Una es el paso del pensar el objeto a pensar la acción, otra es divorcio entre la arquitectura y el arte contemporáneo, pero hay una más grave, la incapacidad de la propia arquitectura para resolver los determinados problemas sociales - muchas veces por encontrarse más ensimismada en la propia disciplina que auténticamente preocupada en lo que tiene que atender - y al tiempo manifestarlos como ninguna otra. El artista neoyorkino intentaba en su acción criticar a sus maestros, a sus (fallidas) arquitecturas, como las viviendas desarrolladas en el Bronx por arquitectos como Richard Meier, miembro afín al IAUS, y donde las ventanas se encontraban en una situación similar a las violentadas en la obra-acción. Una alusión a un fracaso que no tenía cabida en esa exposición. Al tiempo, el artista desestabiliza la condición cerrada de la arquitectura exponiendo radicalmente su interior al aire fresco del frío invierno de la ciudad. Un aire indeseado y fresco se cuela en lo que estaba cerrado. Y ahora puede respirar, al menos hasta que lo vuelvan a sellar.

Si esta acción de eliminación de la materia puede ser vista como una reestructuración de las relaciones entre los espacios (tanto físicos como institucionales), no lo es menos su contrario: esa adición de materia para tapiar una ventana o una puerta de un edificio o local arruinado (intencionadamente o no). Una adición material que oculta y separa el interior y no es otra cosa que un vaciado programático. La tapia preserva el interior del acceso de posibles ocupaciones indeseadas y que actualmente por ejemplo reflejan una cicatriz visible de la actual crisis económica. Temas sobre los que orbitan las obras de artistas como Santiago Sierra, con su muro que impedía el acceso al pabellón español en la Bienal a todo aquel que no fuera español, o el Grupo de Empresas Falagán de José Falagán, que con la simple colocación de un cartel sobre negocios desahuciados termina por mostrar la cantidad de ellos que existen en diferentes puntos del país. El artista inventa una empresa ficticia capaz de absorber cualquier negocio; todo “un imperio del fracaso” que a medida que avance la crisis puede crecer y crecer como una masa informe y repugnante constituida de ruinas.

Las agregaciones o sustracciones de materia (innoble) a través de sencillas acciones directas - disparar, tapiar, colocar un cartel... - reconstruyen por absoluto las relaciones de la arquitectura, del edificio, de la ciudad o de la sociedad. Ya sea entre el exterior y el interior, entre su función y su uso real... No hay valor arquitectónico en estas acciones directas, no hay nobleza en los materiales que se usan (o en lo que queda de los destruidos). No hay dignidad alguna... sólo materia corrupta, abyecta, y humillante que no hace sino denotar el fracaso del hecho arquitectónico. El arte en estos casos no buscaría tanto desestabilizar la construcción, como a priori pueda parecer, como exponer al aire las heridas de la arquitectura.

El fracaso, al hacer visibles los problemas, nos libera de la carga de responsabilidad con el futuro, regresando a una especie de grado cero desde donde podremos empezar a contar de nuevo. Desde aquí podemos empezar a curar las heridas, poco a poco, sin prisa, atacando profundamente al mal que las causó.

Deslizándonos, también, del debate sobre el objeto a la acción.

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