Instrumentos de trabajo
Jaume Prat, Barcelona
Fue en el Año de la Peste. En la ciudad se cerraban casas enteras después que los carros pasasen a recoger a los últimos muertos de la familia. Cromwell había cortado la cabeza al rey para luego perder la suya. Jonathan Swift nunca llegó a ser obispo. Mientras, en una finca determinada fuera de la ciudad, apenas quedaban animales vivos. Balidos de ovejas torturadas sonaban donde antes se había diseccionado a perros vivos (no se conocía la anestesia) frente a otros especímenes colgados de los cuartos traseros hasta que morían. El dueño había escondido a los pocos perros supervivientes en las cuadras. En algún cajón reposaban cráneos humanos precariamente blanqueados.
La matanza se perpetró metódicamente a lo largo de muchos meses en un pabellón lo suficientemente alejado de la vivienda principal como para que los lamentos de todas esas bestias no estorbasen al Lord y a su familia.
El catolicismo tiende a glorificar a Dios a través de la fe ciega y acrítica basada en una interpretación de la Biblia dictada por la jerarquía eclesiástica. Las novedades en el campo del conocimiento son recibidas como algo que puede hacer resquebrajar esa fe. Frecuentemente son anatematizadas por los poseedores de la verdad absoluta. La Reforma rompió con esto. Cada cual podía hacer su interpretación y llegar a sus propias conclusiones. El conocimiento tan sólo añadía más capas de complejidad a este mensaje, y la acumulación de saber no san sólo no lo diluía sino que lo potenciaba: cuando éste se hizo ingobernable para una sola mente se decidió separar el poder religioso y el terrenal, siempre a mayor gloria de Dios: los administradores del primero se encargarían del espíritu. Los del segundo, del Cuerpo. De los Cuerpos. De la salud, de la sociedad. De la res-pública.
Se buscó el alma. Se buscó a lo bestia. En el corazón, en el cerebro. Se profundizó en el funcionamiento del cuerpo. Los estudiosos de esta nueva disciplina (lo material, el envoltorio de lo espiritual) recibieron el nombre de Filósofos Naturales. En realidad lo eran todo: médicos, ingenieros, biólogos, veterinarios, matemáticos, físicos. Eventualmente decidieron ocuparse (o se lo pidieron sus patronos) de esa disciplina innoble llamada Arquitectura. Su Graciosa Majestad los acogió, protegió y subvencionó. Consecuentemente la agrupación de todos ellos pasó a llamarse la Sociedad Real: The Royal Society. Estamos cerca de Londres a mediados del siglo XVII.
El obispo John Wilkins fue su primer director. Protegió y potenció el talento de una serie de hombres excepcionales. Preparó el camino para los genios. Y éstos llegaron: Isaac Newton a la cabeza, quizá el primer hombre moderno con capacidad para medirse con los filósofos clásicos. Antes, Robert Hooke, constructor de microscopios, biólogo, relojero, cirujano, matemático, físico y mil cosas más. Lo hemos dejado torturando ovejas al principio del artículo, en el año de la Peste. Gracias a ello ésta tiene cura, hoy en día. Gracias a sus microscopios hoy sabemos los entresijos de nuestro cuerpo. Y gracias a sus hipótesis hay ciencia moderna.
La némesis de la Peste fue el incendio que la siguió: Londres quedó convertida en una tabula rasa y Hooke pudo añadir la topografía a la lista de disciplinas que dominaba: se le pidió que cartografiase la ciudad que para reconstruirla. Luego se le pidió (por favor) que se convirtiese por un ratillo en arquitecto a ver si rellenaba de edificios algunas de las parcelas que había creado.
Mientras, uno de los alumnos del obispo John Wilkins, fundador y primer director de la Sociedad, un niño prodigio destinado a convertirse en la niñita de los ojos de la Royal Society, iba haciendo su camino. Excelió en matemáticas y se le pidió que eligiese disciplina donde destacar. Las cosas se torcieron cuando el niño, ya crecidito, optó por la arquitectura. Después del Incendio nadie se lo discutió. No podía ser de otro modo: el niñito acabó convertido en uno de los mejores arquitectos de todos los tiempos. Él y sus amigos acabaron sirs. Llegó el de Orange, Newton acuñó nuevas libras esterlinas en la Torre de Londres y, desde allí, creó un nuevo Sistema del Mundo mientras nuestro amigo construía un palacio para el Duque de Malborough, artífice del cambio, que dejó al rey muerto de envidia. Se puede visitar todavía cerquita de Buckingham (lo siento: Nash era bueno pero… no tanto). El Duque de Malborough, por cierto, se llamaba John Churchil. Su tátara-tataranieto tenía por hobby ganar guerras mundiales y pintar malas acuarelas. Por su oficio ganó el Nobel de Literatura un tiempo antes que Vargas Llosa.
La Catedral se quemó y alguien tuvo que reconstruirla. El elegido fue Christopher Wren, nuestro amigo, ya maduro y seguro de su rol, más prestigiado. El reto cambiará el paradigma de la arquitectura universal. Hasta entonces los edificios se habían dibujado y maquetado precariamente, a regla y compás. Luego se empezaban a subir muros y, si algo se caía, unos cuantos trabajadores (y, a veces, el arquitecto) morían bajo los escombros antes de empezar de nuevo doblando secciones, probando el arco un poco más alto, o un poco más bajo, o con más o menos contrafuertes, hasta que aquello se aguantaba. Recogiendo tantos años de hipótesis, de Londres cartografiados, de ovejas torturadas, de operaciones de vesícula sin anestesia y de relojes que todavía funcionaban (bandazos empíricos que acabaron por definir un método preciso sin perder, por ello, capacidad de experimentación), el edificio se construyó primero en su cabeza. Luego en la realidad. No sólo con planos. No sólo con maquetas. El terreno, los materiales constructivos, las técnicas, pasaron a ser un número o un juego de ellos: una resistencia, un módulo de elasticidad, una capacidad de carga. Un descenso de líneas de fuerza. Unas hipótesis de deformación. Unas matrices que lo relacionan todo. Unas coordenadas. El dibujo no sirve sólo para imaginar: construye y analiza. Se comprueba con cálculos y se rehace si es preciso. Y el arquitecto no está solo: sir Robert Hooke no dejará pasar la ocasión de inventar otro oficio y pasará a ser el calculista de Wren. Seguimos con las pulgas, con los árboles: la Catedral tendrá un esqueleto y una piel diferenciados. Por segunda vez en la historia (después de Florencia) el espacio entre la cúpula exterior y la interior tendrá relevancia, y de un modo todavía más radical: si en la primera tentativa fue el lugar des de donde se construyó todo (renunciando a las cimbras, zunchando perimetralmente cada sección que se levantaba), en la segunda es la estructura. Aire conectando dos cúpulas. Se calcula. No da. Se definen tres cúpulas sin que se haya caído un solo ladrillo. La exterior tiende a la sección parabólica y es más estable. La deformación perspectiva la estiliza todavía más. La interior cubre el espacio. La intermedia (en realidad un tronco de cilindro) distribuye masas, zuncha, lleva el peso a los soportes y además filtra la luz. Las conexiones entre las tres definen una gigantesca estructura espacial en celosía. Las columnas tienen diámetros en función de su peso y no de su proporción. La construcción es una comprobación de todo. Se escucha a los materiales, se los ordena, y, al final, colocando la cubierta de plomo, se mata a todos los operarios que han sobrevivido a una plácida fase estructural envenenándolos con el plomo que la reviste: todavía ensayo-error.
La Catedral de San Pablo funda el modo moderno de usar los instrumentos de trabajo del arquitecto: la mente, los cálculos, los folios con matrices, las hipótesis rigen una mano domesticada, ordenada, subordinada voluntariamente a una regla, a un compás, a una escuadra. Empieza nuestra historia. Los puntos gordos, las entregas, se resuelven con esculturas que aquí y así no se dibujarán: para ello están los artesanos y artistas, en un trabajo en equipo de jerarquía horizontal casi inédito hoy en día. Los materiales y el suelo se parametrizan, se combinan, y las hipótesis creativas lanzadas a ciegas pueden hablarse de un modo objetivo. De ahí a la Torre Eiffel, los depósitos de Dieste y la Sagrada Familia. De ahí a la Tourette, a los jefes de proyecto y las copias por triplicado: es la era de la mano.
La mente se libera. Los instrumentos se complejifican, cambian, y, al final (o al principio) llega la segunda revolución: de lo analógico a lo digital. Los ordenadores quitan y dan. Lo importante: saber de su funcionamiento, lo que son capaces de hacer y lo que no. Vectores. Dibujos aproximados por puntos de entidades que no son capaces de asimilar: geometrías de doble curvatura, círculos, elipses; estamos como en Egipto, aproximando un círculo con triángulos equiláteros. Sólo que ahora los puntos engañan la vista: el polígono tiene diez mil, tres millones de lados. Tantos como para que no se note. Tantos como para engañar a la vista. Tantos como se puedan procesar con memorias cada vez más eficaces, más pequeñas, más baratas. O calculan exacto o aproximan tal eficacia que hay que tener la mente muy entrenada para no pensar que también es exactitud.
Hoy en día no hay peste, ni podemos formarnos retirándonos a la finca de nuestro patrón a saquear animales y criados matando a los que nos interesen y enloqueciendo al resto. La vida es más plácida, apenas duelos a muerte por la calle y las alcantarillas pasaron al subsuelo. Los viajes iniciáticos tienen forma de becas de san Fernando a Roma: incluso Vueling se acabará cargando esto.
Uno de mis arquitectos contemporáneos favoritos es un aficionado que, entre cuadro y cuadro, hace algunos edificios que no están mal. O quizá uno de mis pintores favoritos sea un aficionado que, entre edificio y edificio, hace cuadros que no están mal. Vive allá por Madrid y se llama Juan Navarro Baldeweg. Recientemente descubrió que los escáneres digitales podían aproximar con suficiente precisión sus trazos a pincel, pasarlos de escala y cortarlos con herramientas controladas por el propio ordenador. Con esto devolvió la mano al edificio de un modo inédito en la historia.
Hasta entonces se dibujaba, se pensaba. Se calculaba. Se construía, y, en la construcción, la mano venía después: algún artista o el propio arquitecto o un operario aventajado bien dirigido metían cualquier instrumento de precisión (digamos un pincel, un cincel o una fresadora) en el propio edificio para esculpirlo, pintarlo, tatuarlo: elementos añadidos, accesorios, que podían resaltar o cambiar el carácter del edificio a posteriori. Ahora Juan Navarro Baldeweg hará otra cosa: sus trazos pasarán a ser enormes chapas de acero de diez milímetros de grueso sujetadas por estructuras potentes. Estas chapas se colocarán en medio de un muro cortina y se hará una protección solar inédita, a base de trazos de pincel enormes que dan al edificio un aspecto etéreo, especial. La mano realiza bases para que, de modo mecánico, se construyan elementos constructivos claves para el edificio mediante operaciones (otra vez) intelectuales de la misma índole que las que se habían realizado anteriormente.
Wren, Hooke y los que los siguieron no pudieron permitirse ese lujo. La mano gobernaba papeles, planos, cálculos. El cerebro por encima, y un universo separaba el mundo de la concepción del de la construcción: etapas diferentes, incluso con ceremonias de transición entre una y otra. Ahora podemos cortar piezas metálicas de toneladas de peso des del estar de nuestra casa, incluso con un teléfono móvil. Los elementos constructivos pueden estar esperando en la obra a la llegada de operarios con mono blanco y llave inglesa. Los técnicos directores pueden convertirse en operarios mediante estos instrumentos, sin transición, sin intermediarios. La arquitectura puede reducirse al ensamblaje de unos semicomponentes controlados sin casi intervención humana al margen de los que realizan los controles de calidad. Esta situación, si se llega a dar (o si se ha dado ya) dará lugar a un cambio de paradigma equiparable al de la propia Catedral.
Detrás de todo: la mano y el cerebro controlando todo el proceso. Detrás de todo: el control de los instrumentos de trabajo. Sir Robert Hooke, Sir Christohper Wren: los hacedores de reglas. De reglas físicas, quiero decir. Pedazos de madera rectos y sin mellar para trazar líneas. Los constructores de compases, de microscopios, de escuadras. De plumas (los lápices fueron inventados más o menos contemporáneamente por Johann Faber en Alemania). De tinta para plumas. Los que se inventaban sus propias fórmulas matemáticas. Wren y Hooke: control no sólo de la arquitectura, sino de cómo ésta se realiza. Control, invento, definición. Método, programa, el proyecto que no tan sólo abarca al edificio sino a cómo éste es pensado, dibujado, calculado y, más tarde, materializado.
Juan Navarro Baldeweg sabe de ordenadores. Ignoro qué equipo informático tiene, o si es usuario de tal o cual móvil o portátil. Ignoro si sabe manejar programas de dibujo. Tampoco me interesa: Juan Navarro Baldeweg sabe de ordenadores. Lo sabe porque sabe qué se puede hacer con ellos: domina sus instrumentos de trabajo. Dominar un ordenador es saber que no puede dibujar exactamente una hipérbola. Es saber que puede resolver matrices. Que puede aproximar cualquier superficie con puntos y que tiene resolución suficiente para hacerlo. Que viene directamente después de la mano, y que ésta puede ser introducida de un modo directo en la memoria de los instrumentos que cuelgan de él. Que la artesanía se puede redefinir, pasando de escala los trazos, esculpiendo bocetos con láser, tallando mármol con fresadoras de agua que nadie tocará.
El zapatero de la foto ha dispuesto ordenadamente una serie de hormas en el suelo. Algunas se apoyan sobre papel que servirá para definir y calcar una serie de patrones que se aplicarán sobre pieles bien curtidas, cortadas a tijera o cuchillo y cosidas a mano o con máquinas de coser especiales. La foto en sí es atractiva, un blanco y negro sugerente que quedará bien en la portada de la revista. Los articulistas pareceremos inteligentes reseñándola y analizando formalmente un orden que viene, de nuevo, de la mano, de la economía de medios y del control de estos instrumentos.
Hasta ahora la arquitectura se regía por un trabajo intelectual previo que se materializaba en la obra: el trabajo de pocos servía para que un ejército de obreros se moviese coreográficamente produciendo resultados más o menos atractivos. Ahora el trabajo físico y el intelectual se han fusionado gracias al control y la evolución de los instrumentos de trabajo. Los mismos que siempre hasta que alguien se da cuenta que éstos han cambiado tanto que el paradigma puede cambiar con ellos. La consciencia, la dialéctica entre lo que pensamos y cómo lo pensamos es tan importante como la posterior que transforma lo pensado en una realidad física. Y, como la segunda, es fundamental para definir lo que seguirá siendo la arquitectura. Mientras tanto ya no hay peste.
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