Concierto de divagaciones erráticas
Toño Aller, Palma de Mallorca
Como un observador taciturno miro por la ventana un exterior aparentemente ajeno, aparentemente desligado de mi mundo. No es así, ya que por un instante me percato de que no sólo observo el exterior si no que también estoy viendo, en el vidrio, el reflejo de mi propio ego. El observador reflejado.
La crítica siempre es un pálido reflejo de nuestra propia alma en la ventana por la que vemos el mundo que nos rodea.
Concierto de divagaciones erráticas
Caen a plomo los últimos rayos de sol de una de las tardes más calurosas de este año. La ciudad que surge tras los mugrientos cristales de la ventana empieza a rebrotar de su letargo. Los automóviles, con figuras grises dentro de ellos, empiezan a colapsar el asfalto recalentado de las calles. Todavía no se han despertado las putas.
Creo que no es posible hacer una ciudad tan alienada al hombre y a su entorno como es ésta. Calles grises, como las piedras graníticas que se han traído desde china para cubrir interminables extensiones de lápidas por donde andar; calles sin árboles, sin vida, pulcra exhalación de un disfuncional cultural que considera el orden como el vacío, como la negación de la vida (me viene a la cabeza BCN y sus jodidas plazas duras).
Calle iluminada hasta el extremo, menospreciando el coste en recursos que tiene iluminar la nada; o al travesti o la travesti que con sus zapatos de tacón de aguja de baratillo corretea calle arriba y abajo buscando el anonimato de una sombra que no existe.
Calles, que una semana después de asfaltarlas, se tienen que volver a abrir en un preceptivo ceremonial de polvo y ruido dirigido por los chamanes de peto amarillo. “¿Qué coño hacen ahora esos desgraciados?” (Veo dos negros trabajando, un borracho gordo mirando y otro, apunto de violar con la mirada a una chiquilla mojigata que corre despavorida a refugiarse en el portal de su casa al ver lo obsceno de la escena).
Dios; de cada vez me siento más viejo, más capullo pero con más fuerzas para renegar de mi profesión de prostituta ególatra, de saltimbanqui empaquetador del lugar, de creador de autosatisfacciones personales.
Es más, juro que, en estos momentos, no tenia ninguna intención de escribir sobre algo que se pareciera a “una crítica arquitectónica”, principalmente por el cansancio acumulado que me producen esos viejos roqueros apoltronados en sus butacas que cuando ven una lámina de “Le Corbusier” o un florero de A. Aalto se les pone dura.
Aunque si hablamos de cansancio la palma se la llevan esos modernos sodomitas que buscan abrir el tercer ojo con cualquier “caca” original mientras un individuo, o una sociedad entera sufre su eyaculación, sus posteriores espasmos y grititos ahogados al correrse.
Vuelvo a mirar la calle y vuelvo a ver mi reflejo en el cristal.
Mierda; Buenas ideas (o no tan buenas) mal ejecutadas, bien vendidas, no aprovechadas y caídas en el ostracismo por no valorar su posterior coste de mantenimiento.
No cabe duda, aunque el arquitecto intenta mostrarse como un súper-héroe de la ciudad actúa como una puta refinada que se vanagloria de lo puta que es. Se vende al cliente, en especial al cliente público, ese que despilfarra el dinero de unos narcotizados contribuyentes, ese que sin conocimiento de causa y solo con el único propósito de que se la chupen cuatro años más, consiente y paga el trabajo de la puta.
Unos billetes, alguna portada en la playboy arquitectónica… una felación más.
Vuelvo a mirar la calle que surge tras los mugrientos cristales de la ventana. Ahora me parece más vacía, más oscura, más inerte. Ahora… ahora, ya no caen los plomizos rayos de sol y las primeras luces de esta oscura noche van ahogando las ultimas sobras del día.
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