Objetos abandonados, personas olvidadas

Rubén Páez, Barcelona


Cada mudanza posee la historia de una casa, esa unidad doméstica y vital en la que los individuos logran aspiraciones, sopesan sueños, sufren frustraciones y, en definitiva, pasan la mayor parte del tiempo fatigando sus vidas. Cada casa es una historia, y cada mudanza es un fragmento de esa historia.

Los espacios domésticos son individuales, particulares, ajenos al concepto universal de objeto tipo, y como tales responden a la multiplicidad de vidas que cada experiencia implica. Cada particular conforma su autonomía en un todo que es la casa, a la vez que buscará el bienestar a través de relaciones con los enseres que le acompañan: los muebles y los objetos que llenan su vida.

El mobiliario fijará las condiciones físicas de los espacios a la vez que reproducirá los anhelos y sueños individuales. La luz interior, los olores, los materiales, los espacios propios e inmediatos, formarán el recuerdo que el usuario irá adquiriendo hasta el momento de la ausencia.

En la relación afectiva es dónde hay que buscar los recuerdos y a través de ellos entender la nostalgia de los objetos que abandonamos. Pero, ¿pueden los objetos sustituir las vacantes personales? ¿Pueden los objetos tener personalidad propia?

El espacio doméstico interior responde a las filias canalizadas a través de los objetos y muebles que recogen los particulares. Este modo de habitar significa dejar huellas, trazas que establecen los vínculos y establecen las particularidades de cada espacio interior a la vez que el usuario experimenta la vivencia de los objetos formando una unidad natural, una unidad indisoluble entre sujeto y objeto.

Las mudanzas representan el paso de aquellos objetos cuotidianos, de particulares a transitorios, de propios a universales. Con el objetivo de mantener el esplendor y la belleza de los espacios que compartían, la mudanza desapega sus orígenes y sus vínculos afectivos, convirtiéndolos en tesoros de inalcanzable valor.

Cualquier espacio doméstico no sólo lo recordaremos por los objetos que lo compusieron, nuestras relaciones sensoriales con el medio producirán igualmente recuerdos, que tras nuestra ausencia aparecerán en nuestra memoria. La ausencia aparente, el ambiente gélido de las casas desvencijadas por una mudanza, se recompone cuando se juntan los recuerdos, en forma de objetos abandonados, y se superponen con las experiencias vitales. Cada recuerdo llena algún vacío, la memoria restituye y corrige vivencias del pasado, y evoca a las personas olvidadas.

Las mudanzas, aunque planeadas con anticipo, son huidas a toda prisa en la que los vestigios que permanecen tratan de demostrar la existencia de las personas que habitaron, tratan de mostrar la esencia y belleza de los lugares que fueron antes de desaparecer. En esas casas reina una atmósfera paralizada, inmóvil que se apodera de los objetos abandonados como si de un bodegón de naturaleza muerta se tratara.

Los objetos como parte viva de la casa lanzan las voces de aquellos a los que pertenecieron. El interior de la casa se convierte en una superposición de narraciones extraídas de la historia de la casa y de sus habitantes, de los artefactos y enseres que han permanecido y de las biografías personales de los usuarios. El habitante pasa y el objeto permanece, como vestigio metafísico que evoca a quien ya no vive, como testimonio del espacio vacío que pierde su condición de espacio habitado. Mientras sobrevivan los espacios, sobrevivirán en esencia las personas olvidadas que habitaron.


Referencias:


Imágenes: (1) Laurie Mallet House. New York City 1986. SITE Environmental Design

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