El manual del buen Armando
Matías Grimaldi, Córdoba, Argentina.
Tras un lúgubre escritorio, Franz, un deprimido empleado burocrático fragua en su cabeza una tentativa historia y esboza algunas líneas entre lentas obligaciones de lo que muy pronto titularía “La Metamorfosis”;mientras tanto, el doctor abre la puerta de su casa y recibe a un grupo de colegas, los autoproclamados “Sociedad psicológica de los Miércoles”, quienes en la sala amablemente puesta a disposición por Sigmund, se reúnen para jugar a hipnotizarse y discutir sobre un naciente psicoanálisis; en aquel preciso momento, el físico Albert presenta ante el mundo científico un jeroglífico de fórmulas que reduce a [E=mc²] y denomina “La teoría general de la relatividad”, La primer Guerra Mundial bulle, entra en vigor la “Ley Seca” que anima a que Al Capone y los suyos, de una vez por todas se organicen y tomen el crimen con la seriedad que éste se merece, los dadaístas celebran en el cabaret Voltaire y se disputa la primer “Copa América” de futbol en Buenos Aires donde mulatos y mestizos corren tras el balón bajo la indiferente mirada de la Reina Victoria de Inglaterra.
Solo por nombrar algunos de los tantos sucesos simultáneos, ignorados a conciencia por nuestro buen Armando Yanpier (de Jean Pierre) Parodia, quien prefería no saber nada de aquello, ya que para él, lo increíble se encontraba ante sus ojos. La aventura de ensamblar aquella estructura lo obnubilaba hasta el punto de no dejarlo dormir por las noches, aquel era un sueño hecho realidad, como lo era para cualquier maestro constructor del medievo la oportunidad de construir una catedral.
De madre francesa y padre paraguayo, desde muy temprana edad, el pequeño mestizo se había obsesionado con el arte de los rompecabezas, a diferencia de otros niños que disfrutaban sus tardes jugando con una pelota de trapo o a la escondida, las de Armandito se escurrían frente a 200 o 300 piezas de madera sobre una mesa en la casa de su abuela, intentando descifrar el intrincado juego.
A sus cortos 10 años, había incrementado su destreza a tal punto, que si disponía de la imagen guía, como traía cualquier rompecabezas infantil, es decir, la referencia a la que cualquier novato se aferra para poder con suerte unir dos piezas, para él ya no era mas un desafío y se adelgazaba tanto la empresa, que no valía la pena emprenderla. A partir de ese momento, solo sucumbió ante los encantos de aquellos que solo sugerían alguna breve pista en su título.
Ir develando poco a poco, construyendo paso a paso la obra de arte oculta, prestando tanta atención en su resolución, que al finalizarla, conocía sus más recónditos detalles, eran su aliciente y atractivos fundamentales. Otro factor determinante en la elección de nuestro refinado jugador, pasó a ser la calidad con que el “artesano cortador” había ocultado el enigma, tempranamente cayo en cuenta de que la dificultad no se encontraba en la imagen o motivo a completar, sino en la inteligencia con que se habían realizado los cortes.
Ya en su adultez, se dedicó a entrenar la retórica, o el también llamado “chamullo”, por el cual consiguió este encargo y tantos otros, afirmando ser un especialista en “el arte del ensamble”.
Las cajas frente a Don Armando y su diestra cuadrilla de operarios, contenían una estructura magnífica procedente de los mismísimos talleres del ingeniero francés Alexandre Gustave Eiffel, la gran “Vuelta al mundo”.
Por aquellos años todavía, el mundo entero seguía siendo inyectado de estructuras e infraestructuras británicas y francesas, impostando vías, estaciones, terminales, puentes y mercados entre otras.
De todas las posibilidades, como no podía ser de otra manera, en el aglomerado latino aterrizó una de las más raras, se trataba de un experimento de índole recreativo más que utilitario, o si se quiere, sus funciones eran la diversión y el ocio.
Las autoridades adquieren el artilugio para embellecer su “francesa ciudad”, escogen un rincón de su “afrancesado parque”, y para su armado, se busca al más “galo de los constructores”.
Lo más franchute que tenía Armando era su segundo nombre (Jean Pierre, escogido por su madre, pero escrito Yanpier en el registro por su padre),
y que todos los días compraba una baguette para el almuerzo; por aquellos años, estos eran fiel reflejo de una refinada personalidad, y suficiente prueba para justificar la elección.
Muy predispuesto aceptó el encargo nuestro buen constructor, junto a la cuadrilla y sus herramientas se dirigió al previo del zoológico donde se ubicaría la noria, con intenciones de dar comienzo a la obra cuanto antes.
Luego de inspeccionar el cargamento y darle un par de vueltas al asunto, cayó en cuenta de lo que descansaba entre sus manos: se trataba de uno de esos aberrantes dispositivos ideados para que cualquiera, lejos de ser erudito o diestro en cuestión, siguiendo una serie de simples pasos detalladamente descriptos, lograse armar sin miedo al fracaso, el juego de manera “correcta”.
Recordó inmediatamente su pasión por los rompecabezas, la adrenalina que le producía el enigmático resultado, la intensa satisfacción de develar lentamente un problema, el placer de conocer hasta los más sutiles rincones de una obra, la riqueza de entrenar el arte de la paciencia.
Con los años, había caído en cuenta de que todo manual de instrucciones o “reglas del buen armado” terminaban por atrofiar a los usuario, pretendiendo evitar “in-convenientes in-necesarios”, y acortar el camino hacia una solución “precisa, única y correcta”, ya pensada por especialistas especializados especialmente contratados para especificar.
Pero también, al mismo tiempo eludían todo tipo de lecciones ocultas en los mismos “inconvenientes”, para los cuales, lo único “necesario” es la utilización de cierta clase o tipo de inteligencia, por lo general, no de uso cotidiano, pero cuyas características permiten resolver problemas de lógica espacio-temporal y que de no ser puesta en práctica con una mínima regularidad, comienza por disminuirse hasta que al final, termina atrofiándose por completo dejando al individuo con una extremidad mental menos.
Casi inconsciente, mientras reflexionaba sobre los “inconvenientes necesarios”, escondió las instrucciones en su bolsillo sin que nadie lo viera, para luego decidir lo que hacer con ellas.
De cualquier manera, las obras dieron comienzo y la majestuosa “Rueda Eiffel” totalmente de hierro forjado, con 27 metros de diámetro y 20 cabinas para 6 pasajeros cada una, que tardaba 20 minutos en dar la vuelta completa, al cabo de unos meses estuvo terminada. La nueva atracción resplandecía y era protagonista de multitudinarias visitas.
La estabilidad por estos lados es tan precaria, que pasados tres años, ya evidenciaba serios problemas estructurales que ponían en riesgo la seguridad de los pasajeros, lo cual le permitió ser la atracción más extrema por aquellos años, superando a la montaña rusa y el martillo en la categoría “Yo me quiero matar…¿y usted?” de los premios anuales organizados por la “Asociación de accidentados por convicción”.
Así funcionó 30 años, padeciendo “formación degenerativa” o “deformación generativa”, los peritos en este punto, nunca llegaron a un acuerdo.
Tras el derrumbe, las investigaciones comenzaron de inmediato, una aguda observación evidenciaba el inadecuado armado de la noria, cuyo “correcto” ensamble entrecruzaría rayos como los de una bicicleta y donde en la errática disposición construida, se ubicaban concéntricamente, estirando y ovalando giro tras giro la estructura hasta su ruina.
En el momento de señalar culpables, las autoridades no encontraron pruebas suficientes para acusar de negligencia alguna al bienintencionado constructor, quien demostró haber ensamblado siguiendo al pie de la letra las instrucciones que el manual le imponía.
Al poco tiempo, el caso expiró y la noria se convirtió un espécimen petrificado dentro del Zoológico.
La opción de que “El manual del buen armado” posiblemente fuese falso o estuviese adulterado, jamás se tuvo en cuenta, como tampoco, que escondido bajo las instrucciones, se encontraran las primeras impostoras y camufladas directrices para un azaroso ensamble o “manual del buen Armando”.
[De todo ello se deduce lo que, sin duda, constituye la verdad última del puzzle: a pesar de las apariencias, no se trata de un juego solitario, cada gesto que hace el jugador ha sido hecho antes por el creador del mismo; cada pieza que toma y vuelve a tomar, que examina, que acaricia, cada combinación que prueba y vuelve a probar, cada tanteo, cada intuición, cada esperanza, cada desilusión han sido decididos, calculados, estudiados por el otro.]*
*Fragmento
La vida: Instrucciones de uso
Georges Perec
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