TEMPUS FUGIT(1)

Rubén Páez, Barcelona

Si pudiéramos ralentizar el paso del tiempo o deliberadamente detenerlo, quizás seríamos capaces de apreciar mejor la belleza de un mundo congelado. Detrás de ese anhelo se esconde una de las primeras sensaciones que evoca la imagen de Emilio Pemjean. Aún sabiendo que son fotografías de maquetas, los espacios desnudos de su obra sobrecogen por su ambiente místico y hasta cierto punto irreal. La luz no parece querer iluminar, más bien deslumbrar, sobrecoger y paralizar. El resultado son unos interiores casi sepulcrales. De algún modo la imagen retrata la suspensión y exaltación del tiempo atrapado en un espacio tridimensional.

La imprecisión e imprevisibilidad del tiempo futuro han sido algunas de las incertidumbres que han acechado al hombre a lo largo de su periplo por la historia. El gran poeta norteamericano, Walt Whitman, intentaba romper con esa creencia melancólica afirmando que “El futuro no es más incierto que el presente”. El sentido del tiempo nos acompaña, queramos o no, nos mantiene anclados, nos permite viajar y nos devuelve al pasado. Sentimos que el presente es lo único que existe, pero irremediablemente no deja de esfumarse en cada bocanada de aire.

El tiempo, entendido como construcción del hombre, ha sido un concepto recurrente en la gran mayoría de disciplinas artísticas. La literatura, el cine, la fotografía e incluso la pintura o la escultura han tratado con ambición la dimensión subjetiva de esa constante mensurable. Y aunque la física clásica concibió el tiempo como magnitud absoluta, es decir idéntica para todos los observadores, sabemos por la experiencia humana que se trata de una convención complejamente subjetiva.

Sirva de ejemplo la obra cumbre de las letras francesas del siglo XX, la magistral novela de Marcel Proust “En busca del tiempo perdido”. En ésta se narra la historia de una vida. El paso de la infancia a la edad adulta. Escrita en primera persona por un narrador sin nombre. El protagonista, convertido en escritor, empieza a escribir el libro que como lectores acabamos de leer. Una narración en la que el recorrido del tiempo es circular. Los hechos se retratan como recuerdos del pasado que se creían olvidados pero que conforman ineludiblemente la memoria del narrador. El tiempo perdido en la novela de Proust, como estructura que habita en nuestra memoria, es el responsable de la concepción puramente subjetiva que tenemos de la realidad.

Las estructuras del tiempo son y han sido de forma irrenunciable también argumento central del cine. Han servido para expresar la soledad asfixiante o la nostalgia de personajes atrapados, pero también la satisfacción del que vive la vida como una aventura o como un viaje fantástico. El tiempo en el cine ha enseñado cambios y transformaciones en la sociedad. Ha sido también el tiempo un nuevo modo de comunicarse entre mundos lejanos. Un tiempo que no se detiene para los mortales pero que es eterno para los dioses. Si pudiéramos seleccionar alguna secuencia cinematográfica alegórica sobre el tiempo, probablemente en la película Smoke la descubriríamos.

Era el año 1995, cuando Paul Auster adaptó su cuento “La historia de Navidad de Auggie Wren” para transformarlo en el guión de la película dirigida por Wayne Wang. En la secuencia, Auggie, Harvey Keitel, le muestra a Paul, William Hurt, sus álbumes fotográficos con más de 4000 instantáneas tomadas con su cámara Canon SLR y su objetivo de 35mm. Imágenes “supuestamente” iguales inmortalizadas desde el mismo lugar, a la misma hora y con el mismo encuadre, el estanco de Auggie en Brooklyn, Nueva York, durante 12 años.

La ciudad para Auggie, del mismo modo que la vida de las personas que la habitan, tiene una apariencia de permanencia: los días, las estaciones y los años se repiten monótonamente. Pero es cuando miramos un poco más de cerca cuando vemos la ciudad en medio de un cambio constante y dinámico, y como habitantes somos partícipes de ese cambio. Y en ese cambio avanzamos inevitablemente hacia nuestra desaparición.

En la conversación entre los protagonistas de la secuencia, Auggie hace referencia explícita al fugaz paso del tiempo, al tiempo que se escapa:

-Auggie: Nunca lo entenderás si no vas despacio, amigo mío.

-Paul: ¿Qué quieres decir?

-Auggie: Quiero decir que vas muy deprisa. Apenas miras las fotos.

-Paul: Pero…son todas iguales.

-Auggie: Son todas iguales pero cada una es diferente de las otras. Tienes tus mañanas soleadas; tus mañanas oscuras, tienes tu luz de verano; tu luz de otoño; tienes tus días de diario y fines de semana; tienes a tu gente en abrigos y botas de agua y tienes a tu gente con camisetas y pantalones cortos. A veces, es la misma gente, a veces otra diferente. A veces personas diferentes se convierten en las mismas, y las mismas desaparecen. La tierra gira alrededor del sol y cada día la luz del sol golpea la tierra desde un ángulo diferente…

-Paul: Más despacio, ¿eh?

-Auggie: Es lo que recomiendo. Sabes cómo es: mañana y mañana y mañana… El tiempo nos arrastra a su paso mezquino.

En ese “supuestamente” está la clave de todo, instantáneas que cuando las contemplas secuencialmente se convierten en tiempo. Y ahí es donde aparece el protagonista final de este texto: el cómic.

Cualquier lectura significa una experiencia pasajera, pero el mundo de la historieta, con todo su excepcional torrente narrativo nos introduce en la dimensión transitoria de la vida en la que cualquier historia puede verse alterada por la percepción temporal que hayamos tenido. La lectura nos convence porque el momento que vivimos, cronológico y lineal, puede cambiar en cada nueva viñeta, abriendo nuevos espacios. Como en toda narración el tiempo lógico es el que predomina, aquel que se produce cronológicamente y en el que habitualmente lo narrado es más largo que lo que lleva leerlo. Pocas veces el tiempo de la historia y el del relato coinciden, y en ese desorden que genera una nueva temporalidad aparecen los auténticos magos en el arte de la composición: los dibujantes o historietistas; capaces de dividir un mismo espacio en diferentes partes permitiendo crear secuencias sencillas o complejas sin salir de éste.

Las siguientes páginas corresponden al anhelo de algunos destacados autores por describir, relatar y narrar el tiempo. Tramas que muestran como el hombre intenta dar sentido y orden a la realidad, una realidad a veces sin sentido y otras con, permitiendo conocernos mejor para deambular por la vida, y más importante aún, ayudándonos a configurar nuestra propia percepción temporal.


Chris Ware: las formas que contienen tiempo


Para leer a Chris Ware se necesita una lupa, literalmente. No solo por la exhaustividad de sus dibujos sino también por la minuciosidad con la que describe los personajes. Una aproximación tan cercana como íntima retratando la cotidianeidad. Una cotidianeidad cargada de poética, la que esconde la vida, inexorablemente.

Ware afirmaba hace unos años en una entrevista que veía el tiempo y la vida humana como una forma, y que trataba de captar lo más fielmente el sentido y la experiencia de la vida real. La representación del tiempo siempre ha estado presente en todas sus obras, ya sea en Jimmy Corrigan, Building Stories o Rusty Brown, la última publicada en España. Todas ellas son un retrato de la temporalidad, del tiempo que pasa. Ware se acerca a la temporalidad sabiendo que somos tiempo y que en ese estado avanzamos biológicamente por la vida pero a la vez ese tiempo lo sentimos como una pérdida. En esta segunda pulsión Ware reflexiona sobre la melancolía, la nostalgia hacia el mundo de la infancia, realista o idealizada y cómo el paso del tiempo cambia la percepción de los hechos.

En sus historias, historias dentro de historias, generalmente no hay un tiempo narrado de manera lineal. Se producen rupturas y saltos en la línea temporal que evocan la insatisfacción de los personajes en su presente cotidiano y anodino. Esos saltos por lo general activan en los lectores la capacidad de recordar o anticiparse a los acontecimientos. Resulta genial comprobar como las páginas son tratadas como pequeñas estructuras que forman parte de una gran historia que no acaba nunca. Una obra compuesta de yuxtaposiciones de instantes que acaban componiendo el tiempo de los personajes. En esa estructura física de cada página todo está ocurriendo a la vez, simultáneamente.

Richard Mcguire: el tiempo en un solo lugar


En la obra Here de Richard Mcguire no nos hará falta salir al mundo exterior para viajar. La casa es la máquina del tiempo que nos permite atestiguar nuestro paso por la historia. Una historia que se remonta casi al inicio de la creación del universo y que demuestra que nuestras vidas son poco menos que un fulgor cósmico en la línea temporal.

El paso de los años, lustros, décadas, siglos, milenios en la habitación protagonista es la memoria de aquellos que existieron antes, durante y después. Una foto fija permite explicar su tránsito a través de un espacio fundacional. En este sentido la casa adquiere una gran fuerza, la de lugar al que siempre se puede volver porque todo cambia menos éste.

La morada posee el sentido de un reloj que abre ventanas al pasado, al presente y al futuro, evocando una percepción expandida del paso del tiempo. Su interior se convierte en una superposición de narraciones extraídas de la crónica de la casa y de sus habitantes.

Un espacio protagonista de alegrías y tristezas. Una reflexión sobre los conflictos que han azotado a la humanidad y que se han repetido continuadamente a lo largo de la historia. A pesar de todo no hemos cambiado tanto y el mismo espacio ha sido testigo de las mismas disputas en intervalos temporales distintos.

Los habitantes pasan y muchos objetos permanecen evocando a quienes ya no están. Mientras sobreviva el lugar, el hogar, la casa, sobrevivirá el recuerdo de las personas que lo habitaron. El tiempo quedará fijado como parte de esa memoria.


Jiro Taniguchi: la contemplación del presente


Leer a Jiro Taniguchi supone disponer, nunca mejor dicho, de tiempo. Ese tiempo que perderíamos distraídos, en paz, contemplando un gorrión trepar por el ramaje en busca de algún fruto maduro que echarse al buche, ese es el tiempo que narra con maestría Taniguchi. El gozo del paso del tiempo en los pequeños detalles de la vida, aquellos instantes convertidos en momentos que nos llenan de plenitud.

En la cultura japonesa existe la expresión Mono no aware, traducida como “sensibilidad hacia lo efímero”. Jiro Taniguchi ha tratado en sus historias de reflejar, en relación a esta expresión y al concepto de impermanencia, la brevedad de la cosas así como la “suave tristeza transitoria” (melancolía) que representa el paso del tiempo.

Hasta el más anodino oficinista o anónimo ciudadano es capaz de desconectarse de su actividad por un instante y contemplar embobado, con distracción y curiosidad lo que le rodea. Una pausa en el presente que se prolonga en nuestra alma, ávida de reflexión.

La vida diaria, las rutinas o incluso los ritos individuales han sido dibujados en las páginas ilustradas de obras como El caminante, El gourmet solitario, El almanaque del abuelo o tantas otras. Sus páginas poseen una minuciosidad casi obsesiva por contar el presente ralentizando el tiempo y un trazo realista y puro que en ocasiones nos recuerda las secuencias del cineasta, también japonés, Yasujiro Ozu. El tiempo se ralentiza, y esa lentitud es la que permite comprender el pensamiento más profundo de cada personaje. De alguna manera el presente puede ser un tiempo de reflexión si el ritmo lo permite.

“Aunque tengamos un pasado, somos el instante presente”, una cita que podría haber suscrito Jiro Taniguchi en relación a esa búsqueda constante del equilibrio perfecto de nuestra existencia. Una existencia que nos interpela constantemente, demandándonos nuestro papel en una vida que discurre sin pausa aparente.


Jon MacNaugth: haiku otoñal


¿Puede una mañana de sol convertirse en una tarde de lluvia? Probablemente si estamos en otoño si. Así es la estación del año protagonista del comic de Jon McNaught. Un melancólico presagio de los meses en los que se recobra la calma y la vida queda enterrada en nuestro interior hasta que revive con la llegada de la primavera.

En la literatura tradicional japonesa existe una forma poética, el haiku, definida como un composición breve de versos, con un tema principal: el gozo que produce la contemplación de la naturaleza y especialmente de las estaciones. La obra Dockwood (Otoño en la traducción al español) podría definirse como un haiku otoñal. Un comic con voluntad de convertirse en otro género literario, la poesía, a través de la repetición, la simetría y el ritmo visual constante de sus páginas.

En Dockwood no pasa nada, o quizás pasa todo. Planos que retratan el tiempo pasando como si fueran pequeños haikus. Diseccionando la realidad otoñal construye una imagen general de todos aquellos elementos que lo integran. Hay protagonistas en las dos historias que componen el comic, pero quizás sean irrelevantes, quizás sean los que nos permiten observar los aspectos más relevantes del otoño, los cambios y la fragilidad de éste.

La llegada del otoño es la excusa para retratar desde las ventanas de las casas, desde las calles, desde los parques o desde los televisores de los personajes el paso inequívoco del tiempo y la belleza de una estación especialmente emocional, de reencuentro y de partida, capaz de cambiar el ritmo de nuestra existencia.

Chris Ware se ha referido a la obra de Jon Mcnaught como un homenaje a la belleza que supone el simple hecho de estar vivo.



Notas:


(1)Locución latina que significa el tiempo se escapa, haciendo referencia explícita al fugaz paso del tiempo.

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