La ciudad sagrada

Pilar Alcubilla, Palma de Mallorca


¡Oh, Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura,
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura.
Quevedo
A Roma sepultada en sus ruinas (fragmento)

Al hilo de una imagen inquietante como la que nos brinda Engawa en esta ocasión, recuerdo mi último viaje. Un viaje a un lugar donde se observa una similar indiferencia hacia lo que se nos escapa. Al tiempo que como telón de fondo de la leyenda, de lo extraordinario, surge un ruido vacío que sin embargo lo llena todo.

Me gustaría con este artículo hacer honor a ese misterio que habita en lo profundo de nuestras ciudades, en el origen de cada nueva fundación, la ciudad sagrada. Me gustaría confrontarlo también a la imagen que ahora se le superpone y desentrañar el enigma de su conjunción en el espacio y el tiempo.

La ciudad sagrada sobreviene de siglos de abandono, episodios de guerra, saqueos e incendios, alternados con períodos de crecimiento y esplendor, de furia y de gloria de una comunidad que ha escrito su historia en sus plazas, mercados, sus calles y sus muros.

Es un mito, una confluencia de sueños en la distancia, imágenes del viajero.

La ciudad es un rito: mantener vivos a los monumentos es un ejercicio que no se abandona, se repite sin descanso para salvaguardar a estos de su muerte (el olvido) y consagrarlos a la eternidad.

Este legado es una fuente de conocimiento, una puerta abierta a una cultura anterior no por ello ajena, un espejo que refleja nuestro origen y fundamento. Plagado de episodios de toda naturaleza constituye una lucha contra el tiempo y su voracidad. Su poder evocador no desmerece frente a la literatura, o las artes y del mismo modo nos habla de costumbres, valores, miedos y esperanzas.

¿Qué otorga dignidad a esta construcción? El genio y el tiempo, la identificamos de forma inmediata con nuestra cultura, porque tiene un vínculo, expresa valores que no representan solo un momento, un lugar, sino que los trascienden y se convierten en modelo, en parte de la forma del alma universal.

Por tanto, comunidad y territorio tienen un vínculo estrecho que aporta identidad a sus habitantes.

El siglo XX prepara a este fenómeno de agrupación social un nuevo reto de cohesión. Iconos que constituían referentes o espacios definidos se estremecen incesantemente sufriendo desplazamientos y transformaciones derivados de un ánimo expansivo y agitador.

El ritmo de las transformaciones en el mundo contemporáneo ha sufrido una intensa aceleración de los procesos que además tienen un alcance distinto. Proteger su forma y su identidad supone un reto durísimo y un pulso a la consciencia.

Después de un crecimiento especulativo y no ponderado se realizan reflexiones de regulación y vuelta a un orden ya imposible.

La vivienda en este contexto sufre una contradicción, porque su objeto no es el de habitar la ciudad sino formar parte de su flujo comercial, convirtiéndose en un mero objeto de intercambio.

La atracción hacia el centro de la actividad económica conlleva el sacrificio de la unidad habitacional y manifiesta el fracaso de la periferia. La atracción hacia la ciudad sagrada es mayor porque es un modelo consolidado y refrendado por años de historia; mientras que la periferia carece de valor emocional y de lazos con la comunidad, fomentando el desarraigo, la exclusión y reforzando la idea de frontera que está dotada de un matiz cualitativo, semántico.

La ciudad refleja esta ansia: escasos espacios públicos, escasa protección de áreas de interés, ciudades isla que surgen como visiones en medio de una verdad más dura.

El casco antiguo es el perímetro preindustrial, más allá se pierde la escala humana y se subyuga al hombre al espacio técnico, un juego de visuales y perspectivas en las que no hay lugar para él.

¿Puede el individuo renunciar a una idea construida durante generaciones de formas de urbanidad? ¿Puede adaptarse mecánicamente a distribuciones más racionales productivamente y menos humanas?

En la ciudad contemporánea se produce una tensión entre la vitalidad necesaria para proteger el origen de un núcleo poblacional y racionalizar su crecimiento sin disponer de tiempo suficiente para su integración.

El crecimiento es de una arquitectura estética y simbólica a una arquitectura reflexiva y racional para finalmente terminar en una arquitectura compulsiva que consume los valores de la ciudad aurática (anterior a la entrada de las posibilidades de la reproductividad técnica; fin de la obra única) y sus recursos.

En este sentido es interesante analizar como las diferentes industrias han pervertido el sentido urbano. La primera de las grandes revoluciones llenó las ciudades de fábricas, almacenes, trenes y plazas de mercado. En otras ciudades una segunda revolución las llenó de hoteles que miraban a un futuro desconocido y volvían la espalda a todo pasado. La “turistizacion” de la ciudad no se hizo para vender como producto la propia ciudad, sino su entorno, por lo cual no se atendió a esta como un valor en sí, sino como un espacio susceptible de transformarse brindado a sus nuevas posibilidades económicas.

La falta de reflexión estética sobre los productos industriales o en masa, incluidos la arquitectura y los elementos y procesos constructivos, produce un claro fenómeno de “aculturización” en sus consumidores, que se alimentan de formas banales, sin discurso y ajenas a los valores culturales del individuo y su sociedad. Este fenómeno acentúa la sensación de desarraigo y desvinculación respecto a la ciudad sagrada o mítica y no deja de ser una manipulación destinada a excluir a una masa determinada de la población de valores cívicos propios a una cultura convirtiéndose en simbólicos extramuros. Estos habitantes solo participan de la ciudad como usuarios potenciales, pero a la que realmente no pertenecen o no tienen sensación de pertenencia.

La cultura del Thanatos

La obsesión con el presente de nuestra cultura mutila nuestras aspiraciones en dos direcciones. En primer lugar nos hace mortales en tanto que fomenta la destrucción de nuestro pasado material e inmaterial y por tanto nuestra posibilidad de trascendencia. Nuestro fin es el presente que consume todo lo que fuimos. En segundo lugar carece de aspiraciones futuras, y por tanto de la posibilidad de creación de una nueva cultura. Todo debe ser creado para desaparecer antes de que tenga la posibilidad de un significado. La gran metrópolis como monumento al nihilismo, a la ausencia de trascendencia, de teología de finalidad.

La ciudad industrial supone el inicio de la desmaterialización de la ciudad mítica. Las reivindicaciones recientes del patrimonio son una necesidad para configurar un imaginario urbano sostenible.

Adentrarse en la ciudad mítica es un viaje por la ciudad heredada, un legado que representa nuestra riqueza al tiempo que nuestra responsabilidad.

¿Pero cómo aproximarse a la ciudad sagrada?

Este reto carece de una respuesta justa y tiene sin embargo múltiples posibilidades.

La vía de la desmitificación: la afirmación de la continuidad histórica; favorecer los signos de reconocimiento; intervención de la contemporaneidad para establecer un dialogo que mitigue la distancia. Peligro de esta vía: la fomento de la depreciación y el riesgo consecuente de manipulación y destrucción.

La vía de la reproducción invariable; constituye un estancamiento ficticio en el tiempo y finaliza con la banalización del elemento origen.

La vía del contraste: afirmar la diferencia temporal y formal. Representar cada momento con una identidad claramente marcada. Aislar el tiempo anterior y crear una representación consciente del tiempo presente. Implica un reconocimiento de la ruptura del proceso urbano progresivo que se sustituye por un proceso de urbanización a gran escala.

La vía del equilibrio: ponderar los ámbitos de contención, dialogo y contraste. La ciudad ideal representa un correctivo además de un desafío: inalcanzable pero necesario. Tomar conciencia de que la ciudad que queremos preservar no existe, y la que queremos construir es sólo un ideal que se modifica constantemente. Identificar la presencia de la vitalidad y afirmación de los objetivos.

Conocemos lo que hemos perdido y aunque ya no existe, lo buscamos incesantemente en cada uno de nuestros viajes, dentro y fuera de la ciudad universal.

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